CAPÍTULO XXIII: DE LAS ESMERALDAS, TURQUESAS Y PERLAS

lunes, 27 de mayo de 2013

Capítulo XXIII: De las esmeraldas, turquesas y perlas
Las piedras preciosas que en tiempo de los Reyes Incas había en el Perú eran turquesas y esmeraldas y mucho cristal muy lindo, aunque no supieron labrarlo. Las esmeraldas se crían en las montañas de la provincia llamada Manta, jurisdicción de Puerto Viejo. No ha sido posible a los españoles, por mucho que lo han procurado, haber dado con el mineral donde se crían; y así casi ya no se hallan esmeraldas de aquella provincia, y eran las mejores de todo aquel Imperio. Del Nuevo Reino han traído tantas a España, que se han hecho ya despreciables, y no sin causa, porque demás de la multitud (que en todas las cosas suele causar menosprecio), no tienen que ver, con muchas quilates, con las de Puerto Viejo. La esmeralda se perfecciona en su mineral, tomando poco a poco el color verde que después tiene, como toma la fruta su sazón en el árbol. Al principio es blanca pardusca, entre pardo y verde; empieza a tomar sazón o perfección por una de sus cuatro partes —debe de ser por la parte que mira al oriente, como hace la fruta, que con ella la tengo comparada—, y de allí va aquel buen color que tiene por el un lado y por el otro de la piedra, hasta rodearla toda. De la manera que la sacan de su mina, perfecta o imperfecta, así se queda. Yo vi en el Cozco dos esmeraldas, entre otras muchas que vi en aquella tierra; eran del tamaño de nueces medianas, redondas en toda perfección, horadadas por medio. La una de ellas era en extremo perfecta de todas partes. La otra tenía de todo: por la una cuarta parte estaba hermosísima, porque tenía toda la perfección posible; las otras dos cuartas partes de los lados no estaban tan perfectas, pero iban tomando su perfección y hermosura; estaban poco menos hermosas que la primera parte; la última, que estaba en opósito de la primera, estaba fea, porque había recibido muy poco del color verde, y las otras partes le afeaban más con su hermosura; parecía un pedazo de vidrio verde pegado a la esmeralda; por lo cual su dueño acordó quitar aquella parte, porque afeaba las otras, y así lo hizo, aunque después le culparon algunos curiosos, diciendo que para prueba y testimonio de que la esmeralda va madurando por sus partes en su mineral se había de guardar aquella joya, que era de mucha estima. A mí me dieron entonces la parte desechada, como a muchacho, y hoy la tengo en mi poder, que por no ser de precio ha durado tanto.
La piedra turquesa es azul; unas son de más lindo azul que otras; no las tuvieron los indios en tanta estima como a las esmeraldas. Las perlas no usaron los del Perú, aunque las conocieron, porque los Incas (que siempre atendieron y pretendieron más la salud de los vasallos que aumentar las que llamamos riquezas, porque nunca las tuvieron por tales), viendo el trabajo y peligro con que las perlas se sacan de la mar, lo prohibieron, y así no las tenían en uso. Después acá se han hallado tantas que se han hecho tan comunes, como lo dice el Padre Acosta, capítulo quince del libro cuarto, que es lo que se sigue, sacado a la letra: "Ya que tratamos de la principal riqueza que se trae de Indias, no es justo olvidar las perlas, que los antiguos llamaban margaritas; cuya estima en los primeros fue tanta, que eran tenidas por cosa que sólo a personas reales pertenecían. Hoy día es tanta la copia de ellas, que hasta las negras traen sartas de perlas", etc. Al postrer tercio del capítulo, habiendo dicho antes cosas muy notables de historias antiguas acerca de perlas famosas que ha habido en el mundo, dice Su Paternidad: "Sácanse las perlas en diversas partes de Indias; donde con más abundancia es en el Mar de el Sur, cerca de Panamá, donde están las islas que por esta causa llaman de las Perlas. Pero en más cantidad y mejores se sacan en la Mar del Norte, cerca del río que llaman de la Hacha; allí supe cómo se hacía esta granjería, que es con harta costa y trabajo de los pobres buzos, los cuales bajan seis, nueve y aun doce brazas de hondo a buscar los ostiones, que de ordinario están asidos a las peñas y escollos de la mar. De allí los arrancan y se cargan de ellos, y se suben y los echan en las canoas, donde los abren y sacan aquel tesoro que tienen dentro. El frío del agua, allá dentro de el mar, es grande, y mucho mayor el trabajo de tener el aliento, estando un cuarto de hora a las veces, y aun media, en hacer su pesca. Para que puedan tener el aliento; hácenles a los pobres buzos que coman poco y manjar muy seco, y que sean continentes. De manera que también la codicia tiene sus abstinentes, aunque sea a su pesar; lábranse (es yerro del molde por decir sácanse) de diversas maneras las perlas, y horádanlas para sartas. Hay ya gran demasía dondequiera. El año de ochenta y siete vi, en la memoria de lo que venía de Indias para el Rey, diez y ocho marcos de perlas, y otros tres cajones de ellas; y para particulares mil y doscientos y sesenta y cuatro marcos de perlas, y sin esto otras siete talegas por pesar, que en otro tiempo se tuviera por fabuloso". Hasta aquí es del Padre Acosta, con que acaba aquel capítulo.
A lo que Su Paternidad dice que se tuviera por fabuloso, añadiré dos cuentos que se me ofrecen acerca de las perlas. El uno es que cerca del año de mil y quinientos y setenta y cuatro, un año más o menos, trajeron tantas perlas para Su Majestad, que se vendieron en la Contratación de Sevilla puestas en un montón, como si fuera alguna semilla. Andando las perlas en pregón, cerca de rematarse, dijo uno de los ministros reales: "Al que las pusiere en tanto precio, se le darán seis mil ducados de prometido". Luego, en oyendo el prometido, las puso un mercader próspero, que sabía bien la mercancía, porque trataba en perlas. Pero por grande que fue el prometido, le sacaron de la puja, mas él se contentó por entonces con seis mil ducados de ganancia por sola una palabra que habló; y el que las compró quedó mucho más contento, porque esperaba mucha mayor ganancia, según la gran cantidad de las perlas, que por el prometido se puede imaginar cuán grande sería. El otro cuento es que yo conocí en España un mozo de gente humilde y que vivía con necesidad, que, aunque era buen platero de oro, no tenía caudal y trabajaba a jornal; este mozo estuvo en Madrid año de mil y quinientos y sesenta y dos y sesenta y tres; posaba en mi posada, y porque perdía al ajedrez (que era apasionado de él) lo que ganaba a su oficio, y yo se lo reñía muchas veces, amenazando que se había de ver en grandes miserias por su juego, me dijo un día: "No pueden ser mayores que las que he pasado, que a pie, y con solos catorce maravedís, entré en esta corte". Este mozo tan pobre, por ver si podía salir de miseria, dio en ir y venir a Indias y tratar en perlas, porque sabía algo de ellas; fuese tan bien en los viajes y en la granjería, que alcanzó a tener más de treinta mil ducados; para el día de su velación (que también conocí a su mujer) le hizo una saya grande de terciopelo negro, con una bordadura de perlas finas de una sesma en ancho, que corría por la delantera y por todo el ruedo, que fue una cosa soberbia y muy nueva. Aprecióse la bordadura en más de cuatro mil ducados.
Hace dicho esto por que se vea la cantidad increíble de perlas que de Indias han traído, sin las que dijimos en nuestra historia de la Florida, Libro tercero, capítulo quince y diez y seis, que se hallaron en muchas partes de aquel gran reino, particularmente en el rico templo de la provincia llamada Cofachiqui. Los diez y ocho marcos de perlas que el Padre Acosta dice que trajeron para Su Majestad (sin otros tres cajones de ellas) eran las escogidas por muy finas, que a sus tiempos se tiene cuenta en Indias de apartar las mejores de todas las perlas, que dan a Su Majestad de quinto, porque vienen a parar a su cámara real, y de ahí salen para el culto divino, donde las emplea; como las vi en un manto y saya para la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, y en un terno entero, con capa, casulla, dalmáticas, frontal y frontaleras, estolas, manípulos y faldones de albas y bocamangas, todo bordado de perlas finísimas y grandes, y el manto y saya toda cubierta, hecha a manera de ajedrez; las casas que habían de ser blancas estaban cubiertas de perlas, de tal manera puestas en cuadrado que se iban relevando y saliendo afuera, que parecían montoncillos de perlas; las casas que habían de ser negras tenían rubíes y esmeraldas engastados en oro esmaltado, una casa de uno y de otra de otro, todo tan bien hecho, que bien mostraban los artífices para quién hacían la obra y el Rey Católico en quién empleaba aquel tesoro; que cierto es tan grande, que si no es el Emperador de las Indias, otro no podía hacer cosa tan magnífica, grandiosa y heroica.
Para ver la gran riqueza de este monarca, es bien leer aquel cuarto libro y todos los demás del Padre Acosta, donde se verán tantas cosas y tan grandes como las que se han descubierto en el Nuevo Mundo. Entre las cuales, sin salir del propósito, contaré una que vi en Sevilla, año de mil y quinientos y setenta y nueve, que fue una perla que trajo de Panamá un caballero que se decía Don Diego de Témez, dedicada para el Rey Don Felipe Segundo. Era la perla del tamaño y talle y manera de una buena cermeña; tenía su cuello levantado hacia el pezón, como lo tiene la cermeña o la pera; también tenía el huequecito de debajo en el asiento. El redondo, por lo más grueso, sería como un huevo de paloma de los grandes. Venía de Indias apreciada en doce mil pesos, que son catorce mil y cuatrocientos ducados. Jácomo de Trezo, milanés, insigne artífice y lapidario de la Majestad Católica, dijo que valía catorce mil y treinta mil y cincuenta mil y cien mil ducados, y que no tenía precio, porque era una sola en el mundo, y así la llamaron la Peregrina. En Sevilla la iban a ver por cosa milagrosa. Un caballero italiano andaba entonces por aquella ciudad, comprando perlas escogidas, las mayores que se hallaran, para un gran señor de Italia. Traía una gran sarta de ellas; cotejadas con la Peregrina, y puestas cabe ella, parecían piedrecitas del río. Decían los que sabían de perlas y piedras preciosas, que hacía veinte y cuatro quilates de ventaja a todas cuantas se hallasen; no sé qué cuenta sea ésta, para poderla declarar. Sacóla un negrillo en la pesquería, que según decía su amo no valía cien reales, y que la concha era tan pequeña, que, por ser tan ruin, estuvieron por arrojarla en la mar; porque no prometía nada de sí. Al esclavo, por su buen lance, dieron libertad. La merced que a su amo hicieron por la joya fue la vara de alguacil mayor de Panamá. La perla no se labra, porque no consiente que la toquen sino para horadarla; sírvense de ellas como las sacan de las conchas; unas salen muy redondas y otras no tanto; otras salen prolongadas y otras abolladas, que de la una mitad son redondas y de la otra mitad llanas. Otras salen de forma de cermeñas, y éstas son las más estimadas, porque son muy raras. Cuando un mercader tiene una de estas acermeñadas o de las redondas, que sea grande y buena, y halla otra igual en poder ajeno, procura comprarla de cualquier manera que sea, porque hermanadas, siendo iguales en todo, cada una de ellas dobla el valor a la otra; que si cualquiera de ellas, cuando era sola, valía cien ducados, hermanada vale cada una de ellas doscientos, y ambas cuatrocientos, porque pueden servir de zarcillos, que es para lo que más se estima. No se consienten labrar, porque su naturaleza es ser hecha de cascos o hojas, como la cebolla, que no es maciza. La perla se envejece por tiempo, como cualquiera otra cosa corruptible, y pierde aquel color claro y hermoso que tiene en su mocedad, y cobra otro pardusco, ahumado. Entonces le quitan la hoja encima, y descubren la segunda con el mismo color que antes se tenía; pero es con gran daño de la joya, porque por lo menos le quitan la tercia parte de su grandor; las que llaman netas, por muy finas, salen de esta regla general. 

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