CAPÍTULO XXIX: TRES TORREONES, LOS MAESTROS MAYORES Y LA PIEDRA CANSADA

sábado, 18 de mayo de 2013

Capítulo XXIX: Tres torreones, los maestros mayores y la piedra cansada
Pasadas aquellas tres cercas, hay una plaza larga y angosta, donde había tres torreones fuertes, en triángulo prolongado, conforme al sitio. Al principal de ellos, que estaba en medio, llamaron Móyoc Marca; quiere decir: fortaleza redonda, porque estaba hecho en redondo. En ella había una fuente de mucha y muy buena agua, traída de lejos, por debajo de tierra. Los indios no saben decir de dónde ni por dónde. Entre el Inca y los del Supremo Consejo, andaba secreta la tradición de semejantes cosas. En aquel torreón se aposentaban los Reyes cuando subían a la fortaleza a recrearse, donde todas las paredes estaban adornadas de oro y plata, con animales y aves y plantas contrahechas al natural y encajadas en ellas, que servían de tapicería. Había asimismo mucha vajilla y todo el demás servicio que hemos dicho que tenían las casas reales.
Al segundo torreón llamaron Páucar Marca, y al tercero Sácllac Marca; ambos eran cuadrados; tenían muchos aposentos para los soldados que había de guarda, los cuales se remudaban por su orden; habían de ser de los Incas del privilegio, que los de otras naciones no podían entrar en aquella fortaleza; porque era casa del Sol, de armas y guerra, como lo era el templo de oración y sacrificios. Tenía su capitán general como alcaide; había de ser de la sangre real y de los legítimos; el cual tenía sus tenientes y ministros, para cada ministerio el suyo: para la milicia de los soldados, para la provisión de los bastimentos, para la limpieza y policía de las armas, para el vestido y calzado que había de depósito para la gente de guarnición que en la fortaleza había.
Debajo de los torreones había labrado, debajo de tierra, otro tanto como encima; pasaban las bóvedas de un torreón a otro, por las cuales se comunicaban los torreones, también como por cima. En aquellos soterraños mostraron grande artificio; estaban labrados con tantas calles y callejas, que cruzaban de una parte a otra con vueltas y revueltas, y tantas puertas, unas en contra de otras y todas de un tamaño que, a poco trecho que entraban en el laberinto, perdían el tino y no acertaban a salir; y aun los muy prácticos no osaban entrar sin guía; la cual había de ser un ovillo de hilo grueso que al entrar dejaban atado a la puerta, para salir guiándose por él. Bien muchacho, con otros de mi edad, subí muchas veces a la fortaleza, y con estar ya arruinado todo el edificio pulido —digo lo que estaba sobre la tierra y aun mucho de lo que estaba debajo—, no osábamos entrar en algunos pedazos de aquellas bóvedas que habían quedado, sino hasta donde alcanzaba la luz del Sol, por no perdernos dentro, según el miedo que los indios nos ponían.
No supieron hacer bóveda de arco; yendo labrando las paredes, dejaban para los soterraños unos canecillos de piedra, sobre los cuales echaban, en lugar de vigas, piedras largas, labradas a todas seis haces, muy ajustadas, que alcanzaban de una pared a otra. Todo aquel gran edificio de la fortaleza fue de cantería pulida y cantería tosca, ricamente labrada, con mucho primor, donde mostraron los Incas lo que supieron y pudieron, con deseo que la obra se aventajase en artificio y grandeza a todas las demás que hasta allí habían hecho, para que fuese trofeo de sus trofeos, y así fue el último de ellos, porque pocos años después que se acabó entraron los españoles en aquel Imperio y atajaron otros tan grandes que se iban haciendo.
Entendieron cuatro maestros mayores en la fábrica de aquella fortaleza. El primero y principal, a quien atribuyen la traza de la obra, fue Huallpa Rimachi Inca, y para decir que era el principal le añadieron el nombre Apu, que es capitán o superior en cualquier ministerio, y así le llaman Apu Huallpa Rimachi; al que le sucedió le llaman Inca Maricanchi. El tercero fue Acahuana Inca; a éste atribuyen mucha parte de los grandes edificios de Tíahuanacu, de los cuales hemos dicho atrás. El cuarto y último de los maestros se llamó Calla Cúnchuy; en tiempo de éste trajeron la piedra cansada, a la cual puso el maestro mayor su nombre por que en ella se conservase su memoria, cuya grandeza también, como de las demás sus iguales, es increíble. Holgara poner aquí la medida cierta del grueso y alto de ella; no he merecido haberla precisa; remítome a los que la han visto. Está en el llano antes de la fortaleza; dicen los indios que del mucho trabajo que pasó por el camino, hasta llegar allí, se cansó y lloró sangre, y que no pudo llegar al edificio. La piedra no está labrada sino tosca, como la arrancaron de donde estaba escuadrada. Mucha parte de ella está debajo de tierra; dícenme que ahora está más metida debajo de tierra que yo la dejé, porque imaginaron que debajo de ella había gran tesoro y cavaron como pudieron para sacarlo; mas antes que llegasen al tesoro imaginado, se les hundió aquella gran peña y escondió la mayor parte de su grandor, y así lo más de ella está debajo de tierra. A una de sus esquinas altas tiene un agujero o dos, que, si no me acuerdo mal, pasan la esquina de una parte a otra. Dicen los indios que aquellos agujeros son los ojos de la piedra, por do lloró la sangre; del polvo que en los agujeros se recoge y del agua que llueve y corre por la piedra abajo, se hace una mancha o señal algo bermeja, porque la tierra es bermeja en aquel sitio: dicen los indios que aquella señal quedó de la sangre que derramó cuando lloró. Tanto como esto afirmaban esta fábula, y yo se la oí muchas veces.
La verdad historial, como la contaban los Incas amautas, que eran los sabios, filósofos y doctores en toda cosa de su gentilidad, es que traían la piedra más de veinte mil indios, arrastrándola con grandes maromas; iban con gran tiento; el camino por do la llevaban es áspero, con muchas cuestas agras que subir y bajar; la mitad de la gente tiraba de las maromas por delante, la otra mitad iba sosteniendo la peña con otras maromas que llevaba asidas atrás, porque no rodase por las cuestas abajo y fuese a parar donde no pudiesen sacarla.
En una de aquellas cuestas (por descuido que hubo entre los que iban sosteniendo, que no tiraron todos a la par), venció el peso de la peña a la fuerza de los que la sostenían, y se soltó por la cuesta abajo y mató tres o cuatro mil indios de los que la iban guiando; mas con toda esta desgracia la subieron y pusieron en el llano donde ahora está. La sangre que derramó dicen que es la que lloró, porque la lloraron ellos y porque no llegó a ser puesta en el edificio. Decían que se cansó y que no pudo llegar allá porque ellos se cansaron de llevarla; de manera que lo que por ellos pasó atribuyen a la peña; de esta suerte tenían otras muchas fábulas que enseñaban por tradición a sus hijos y descendientes, para que quedase memoria de los acaecimientos más notables que entre ellos pasaban.
Los españoles, como envidiosos de sus admirables victorias, debiendo sustentar aquella fortaleza aunque fuera reparándola a su costa, para que por ella vieran en siglos venideros cuán grandes habían sido las fuerzas y el ánimo de lo que la ganaron y fuera eterna memoria de sus hazañas, no solamente no la sustentaron, mas ellos propios la derribaron para edificar las casas particulares que hoy tienen en la ciudad del Cozco, que, por ahorrar la costa y la tardanza y pesadumbre con que los indios labraban las piedras para los edificios, derribaron todo lo que de cantería pulida estaba edificado dentro de las cercas, que hoy no hay casa en la ciudad que no haya sido labrada con aquella piedra, a lo menos las que han labrado los españoles.
Las piedras mayores, que servían de vigas en los soterraños, sacaron para umbrales y portadas, y las piedras menores para los cimientos y paredes; y para las gradas de las escaleras buscaban las hiladas de piedra del altor que les convenía, y, habiéndola hallado, derribaban todas las hiladas que había encima de la que habían menester, aunque fuesen diez o doce hiladas o muchas más. De esta manera echaron por tierra aquella gran majestad, indigna de tal estrago, que eternamente hará lástima a los que la miraren con atención de lo que fue; derribáronla con tanta prisa que aun yo no alcancé de ella sino las pocas reliquias que he dicho. Las tres murallas de peñas dejé en pie, porque no las pueden derribar por la grandeza de ellas; y aun con todo eso, según me han dicho, han derribado parte de ellas, buscando la cadena o maroma de oro que Huayna Cápac hizo; porque tuvieron conjeturas o rastros que la habían enterrado por allí.
Dio principio a la fábrica de aquella no bien encarecida y mal dibujada fortaleza el buen Rey Inca Yupanqui, décimo de los Incas, aunque otros quieren decir que fue su padre Pachacútec Inca; dícenlo porque dejó la traza y el modelo hecho y recogida grandísima cantidad de piedra y peñas, que no hubo otro material en aquella obra. Tardó en acabarse más de cincuenta años, hasta los tiempos de Huayna Cápac, y aun dicen los indios que no estaba acabada, porque la piedra cansada la habían traído para otra gran fábrica que pensaban hacer, la cual, con otras muchas que por todo aquel Imperio se hacían, atajaron las guerras civiles que poco después entre los dos hermanos Huáscar Inca y Atahuallpa se levantaron, en cuyo tiempo entraron los españoles, que las atajaron y derribaron del todo, como hoy están. 

Facebook Comments


0 comentarios:

Publicar un comentario