CAPÍTULO XXV: DEL AZOGUE Y CÓMO FUNDÍAN EL METAL ANTES DE ÉL

miércoles, 29 de mayo de 2013

Capítulo XXV: Del azogue, y cómo fundían el metal antes de él
Como en otra parte apuntamos, los Reyes Incas alcanzaron el azogue y se admiraron de su viveza y movimiento, mas no supieron qué hacer de él ni con él; porque para el servicio de ellos no le hallaron de provecho para cosa alguna; antes sintieron que era dañoso para la vida de los que lo sacan y tratan, porque vieron que les causaba el temblar y perder los sentidos. Por lo cual, como Reyes que tanto cuidaban de la salud de sus vasallos, conforme al apellido Amador de Pobres, vedaron por ley que no lo sacasen ni se acordasen de él; y así lo aborrecieron los indios de tal manera, que aun el nombre borraron de la memoria y de su lenguaje, que no lo tienen para nombrar el azogue, si no lo han inventado después que los españoles lo descubrieron, año de mil y quinientos y sesenta y siete, que, como aquellas gentes no tuvieron letras, olvidaban muy aína cualquier vocablo que no traían en uso; lo que usaron los Incas, y permitieron que usasen los vasallos, fue del color carmesí, finísimo sobre todo encarecimiento, que en los minerales del azogue se cría en polvo, que los indios llaman ichma; que el nombre llimpi, que el Padre Acosta dice, es de otro color purpúreo, menos fino, que sacan de otros mineros, que en aquella tierra los hay de todas las colores. Y porque los indios, aficionados de la hermosura del color ichma (que cierto es para aficionar apasionadamente), se desmandaban en sacarlo, temiendo los Incas no les dañase el andar por aquellas cavernas, vedaron a la gente común el uso de él, sino que fuese solamente para las mujeres de la sangre real, que los varones no se lo ponían, como yo lo vi; y las mujeres que usaban de él eran mozas y hermosas, y no las mayores de edad, que más era gala de gente moza que ornamento de gente madura, y aun las mozas no lo ponían por las mejillas, como acá el arrebol, sino desde las puntas de los ojos hasta las sienes, con un palillo, a semejanza del alcohol; la raya que hacían era del ancho de una paja de trigo, y estábales bien; no usaron de otro afeite las Pallas, sino del ichma en polvo, como se ha dicho; y aun no era cada día, sino de cuando en cuando, por vía de fiesta. Sus caras traían limpias, y lo mismo era de todo el mujeriego de la gente común. Verdad es que las que presumían de su hermosura y buena tez de rostro, porque no se les estragase, se ponían una lechecilla blanca, que hacían no sé de qué, en lugar de mudas, y la dejaban estar nueve días; al cabo de ellos se alzaba la leche y se despegaba del rostro y se dejaba quitar del un cabo al otro, como un hollejo, y dejaba la tez de la cara mejorada. Con la escasez que hemos dicho gastaban el color ichma, tan estimado entre los indios, por escusar a los vasallos el sacarlo. El pintarse o teñirse los rostros con diversos colores en la guerra o en las fiestas, que un autor dice, nunca lo hicieron los Incas ni todos los indios en común, sino algunas naciones particulares que se tenían por más feroces y eran más brutos.
Resta decir cómo fundían el metal de la plata antes que se hallara el azogue. Es así que cerca del cerro Potocchi hay otro cerro pequeño, de la misma forma que el grande, a quien los indios llaman Huayna Potocchi, que quiere decir Potocchi el Mozo, a diferencia del otro grande, al cual, después que hallaron el pequeño, llamaron Hatun Potocsi o Potocchi, que todo es uno, y dijeron que eran padre e hijo. El metal de la plata se saca del cerro grande, como atrás se ha dicho; en el cual hallaron a los principios mucha dificultad en fundirlo, porque no corría, sino que se quemaba y consumía en humo: y no sabían los indios la causa, aunque habían trazado otros metales. Mas como la necesidad o la codicia sea tan gran maestra, principalmente en lances de oro y plata, puso tanta diligencia, buscando y probando remedios, que dio en uno, y fue que en el cerro pequeño halló metal bajo, que casi todo o del todo era de plomo, el cual, mezclado con el metal de plata, le hacía correr, por lo cual le llamaron zurúchec, que quiere decir: el que hace deslizar. Mezclaban estos dos metales por su cuenta y razón, que a tantas libras del metal de plata echaban tantas onzas del metal de plomo, más y menos, según que el uso y la experiencia les enseñaba de día en día; porque no todo metal de plata es de una misma suerte, que unos metales son de más plata que otros, aunque sean de una misma veta; porque unos días lo sacan de más plata que otros, y otros de menos, y conforme a la calidad y riqueza de cada metal le echaban el zurúchec. Templado así el metal, lo fundían en unos hornillos portátiles, a manera de anafes de barro; no fundían con fuelles ni a soplos, con los cañutos de cobre, como en otra parte dijimos que fundían la plata y el oro para labrarlo; que aunque lo probaron muchas veces, nunca corrió el metal ni pudieron los indios alcanzar la causa; por lo cual dieron en fundirlo al viento natural. Mas también era necesario templar el viento, como los metales, porque si el viento era muy recio gastaba el carbón y enfriaba el metal, y si era blando, no tenía fuerza para fundirlo. Por esto se iban de noche a los cerros y collados y se ponían en las laderas altas o bajas, conforme al viento que corría, poco o mucho, para templarlo con el sitio más o menos abrigado. Era cosa hermosa ver en aquellos tiempos ocho, diez, doce, quince mil hornillos arder por aquellos cerros y alturas. En ellas hacían sus primeras fundiciones; después, en sus casas, hacían las segundas y terceras, con los cañutos de cobre, para apurar la plata y gastar el plomo; porque no hallando los indios los ingenios que por acá tienen los españoles de agua fuerte y otras cosas, para apartar el oro de la plata y del cobre, y la plata del cobre y del plomo, la afinaban a poder de fundirla muchas veces. De la manera que se ha dicho habían los indios la fundición de la plata en Potocsi, antes que se hallara el azogue, y todavía hay algo de esto entre ellos, aunque no en la muchedumbre y grandeza pasada.
Los señores de las minas, viendo que por esta vía de fundir con viento natural se derramaban sus riquezas por muchas manos, y participaban de ellas otros muchos, quisieron remediarlo, por gozar de su metal a solas, sacándolo a jornal y haciendo ellos sus fundiciones y no los indios, porque hasta entonces lo sacaban los indios, con condición de acudir al señor de la mina con un tanto de plata por cada quintal de metal que sacase. Con esta avaricia hicieron fuelles muy grandes, que soplasen los hornillos desde lejos, como viento natural. Mas no aprovechando este artificio, hicieron máquinas y ruedas con velas, a semejanza de las que hacen para los molinos de viento, que las trajesen caballos. Empero, tampoco aprovechó cosa alguna; por lo cual, desconfiados de sus invenciones, se dejaron ir con lo que los indios habían inventado; y así pasaron veinte y dos años, hasta el año de mil y quinientos y sesenta y siete, que se halló el azogue por ingenio y sutileza de un lusitano, llamado Enrique Garcés, que lo descubrió en la provincia Huanca, que no sé por qué le añadieron el sobrenombre Uillca, que significa grandeza y eminencia, si no es por decir el abundancia del azogue que allí se saca, que, sin lo que se desperdicia, son cada año ocho mil quintales para Su Majestad, que son treinta y dos mil arrobas. Mas con haberse hallado en tanta abundancia, no se usó del azogue para sacar la plata con él; porque en aquellos cuatro años no hubo quien supiese hacer el ensayo de aquel menester, hasta el año de mil y quinientos y setenta y uno, que fue al Perú un español que se decía Pedro Fernández de Velasco, que había estado en México y visto sacar la plata con azogue, como larga y curiosamente lo dice todo el Padre Maestro Acosta, a quien vuelvo a remitir al que quisiere ver y oír cosas galanas y dignas de ser sabidas. 

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