CAPÍTULO XVII: DE LAS VACAS Y BUEYES, Y SUS PRECIOS ALTOS Y BAJOS

martes, 4 de junio de 2013

Capítulo XVII: De las vacas y bueyes, y sus precios altos y bajos
Las vacas se cree que las llevaron luego después de la conquista, y que fueron muchos los que las llevaron, y así se derramaron presto por todo el reino. Lo mismo debía de ser de los puercos y cabras; porque muy niño me acuerdo yo haberlas visto en el Cozco. Las vacas tampoco se vendían a los principios, cuando había pocas, porque el español que las llevaba (por criar y ver el fruto de ellas) no las quería vender, y así no pongo el precio de aquel tiempo hasta más adelante, cuando hubieron ya multiplicado. El primero que tuvo vacas en el Cozco fue Antonio de Altamirano, natural de Extremadura, padre de Pedro y Francisco Altamirano, mestizos condiscípulos míos; los cuales fallecieron temprano, con mucha lástima de toda aquella ciudad, por la buena expectación que de ellos se tenía de habilidad y virtud.
Los primeros bueyes que vi arar fue en el valle del Cozco, año de mil y quinientos y cincuenta, uno más o menos, y eran de un caballero llamado Juan Rodríguez de Villalobos, natural de Cáceres; no eran más de tres yuntas; llamaban a uno de los bueyes Chaparro y a otro Naranjo y a otro Castillo; llevóme a verlos un ejército de indios que de todas partes iban a lo mismo, atónitos y asombrados de una cosa tan monstruosa y nueva para ellos y para mi. Decían que los españoles, de haraganes, por no trabajar, forzaban a aquellos grandes animales a que hiciesen lo que ellos habían de hacer. Acuérdome bien de todo esto, porque la fiesta de los bueyes me costó docenas de azotes: los unos me dio mi padre, porque no fui a la escuela; los otros me dio el maestro, porque falté de ella. La tierra que araban era un andén hermosísimo, que está encima de otro donde ahora está fundado el convento del Señor San Francisco; la cual casa, digo lo que es el cuerpo de la iglesia, labró a su costa el dicho Juan Rodríguez de Villalobos, a devoción del Señor San Lázaro, cuyo devotísimo fue; los frailes franciscos compraron la iglesia y los dos andenes de tierra años después; que entonces, cuando los bueyes, no había casa ninguna en ellas, ni de españoles ni de indios. Ya en otra parte hablamos largo de la compra de aquel sitio; los gañanes que araban eran indios; los bueyes domaron fuera de la ciudad, en un cortijo, y cuando los tuvieron diestros, los trajeron al Cozco, y creo que los más solemnes triunfos de la grandeza de Roma no fueron más mirados que los bueyes aquel día. Cuando las vacas empezaron a venderse, valían a doscientos pesos; fueron bajando poco a poco, como iban multiplicando, y después bajaron de golpe a lo que hoy valen. Al principio del año de mil y quinientos y cincuenta y cuatro, un caballero que yo conocí, llamado Rodrigo de Esquivel, vecino del Cozco, natural de Sevilla, compró en la Ciudad de los Reyes diez vacas por mil pesos, que son mil y doscientos ducados. El año de mil y quinientos y cincuenta y nueve, las vi comprar en el Cozco a diez y siete pesos, que son veinte ducados y medio, antes menos que más, y lo mismo acaeció en las cabras, ovejas y puercos, como luego diremos para que se vea la fertilidad de aquella tierra. Del año de mil quinientos y noventa acá, me escriben del Perú que valen las vacas en el Cozco a seis y a siete ducados, compradas una o dos; pero compradas en junto valen a menos.
Las vacas se hicieron montaraces en las islas de Barlovento, también como las yeguas, y casi por el mismo término; aunque también tienen algunas recogidas en sus hatos, sólo por gozar de la leche, queso y manteca de ellas; que por lo demás, en los montes las tienen en más abundancia. Han multiplicado tanto que fuera increíble si los cueros que de ellas cada año traen a España no lo testificaran, que según el Padre Maestro Acosta dice, Libro cuarto, capitulo treinta y tres: "En la flota del año de mil y quinientos y ochenta y siete, trajeron de Santo Domingo treinta y cinco mil y cuatrocientos y cuarenta y cuatro cueros, y de la Nueva España trajeron aquel mismo año sesenta y cuatro mil y trescientos y cincuenta cueros vacunos, que por todos son noventa y nueve mil y setecientos y noventa y cuatro. En Santo Domingo y en Cuba y en las demás islas multiplicaran mucho más, si no recibieran tanto daña de los perros lebreles, alanos y mastines que a los principios llevaron, que también se han hecho montaraces y multiplicado tanto, que no osan caminar los hombres si no van diez, doce juntos; tiene premio el que los mata, como si fueran lobos. Para matar las vacas aguardan a que salgan a las zabanas a pacer; córrenlas a caballo con lanzas, que en lugar de hierros llevan unas medias lunas que llaman desjarretaderas; tienen el filo adentro; con las cuales, alcanzando la res, le dan en el corvejón y la desjarretan. Tiene el jinete que las corre necesidad de ir con advertencia, que si la res que lleva por delante va a su mano derecha, le hiera en el corvejón derecho, y si va a su mano izquierda, le hiera en el corvejón izquierdo; porque la res vuelve la cabeza a la parte que le hieren; y si el de a caballo no va con la advertencia dicha, su mismo caballo se enclava en los cuernos de la vaca o del toro, porque no hay tiempo para huir de ellos. Hay hombres tan diestros en este oficio, que en una carrera de dos tiros de arcabuz derriban veinte, treinta, cuarenta reses. De tanta carne de vacas como en aquellas islas se desperdicia, pudieran traer carnaje para las armadas de España; mas temo que no se pueden hacer los tasajos por la mucha humanidad y calor de aquella región, que es causa de corrupción. Dícenme que en estos tiempos andan ya en el Perú algunas vacas desmandadas por los despoblados, y que los toros son tan bravos que salen a la gente a los caminos. A poco más habrá montaraces como en las islas; las cuales, en el particular de las vacas, parece que reconocen el beneficio que España les hizo en enviárselas, y que en trueque y cambio le sirven con la corambre que cada año le envían en tanta abundancia. 

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